jueves, 10 de julio de 2008

Conectada

Hace unos días, mi padre comenzó con una tos, al parecer, inofensiva. El martes se sintió muy mal y llamé al médico. Cuando llegó, se le había pasado y el “profesional” no lo revisó profundamente y se fue. Ayer, se despertó con un gran dolor en el cuerpo y, en lugar de quedarse en cama y llamarme, se levantó. Cuando no pudo más, quiso volver a la cama y se cayó. Se quedó en el suelo por un par de horas, sin poder levantarse. Con un gran esfuerzo, logró llegar al teléfono y llamarme. Llamé al médico y fui.

Tenía una bronquitis. El tema era que estaba muy asustado. Su mejor amigo (con quien se conocían de la infancia en Entre Ríos) falleció hace un mes en condiciones similares. Se despertó sin poder moverse y murió a los tres días de una afección respiratoria.

Papá es una persona muy sensible, pero le cuesta mucho expresar sus sentimientos. Así, su cuerpo lo hace por él. Cuando murió mi hermano, tuvo una neumonía. Cuando mamá, una bronquitis. Ahora, otra vez.

¿Por qué cuento esto? En principio, porque muchos se sentirán identificados con él. Sean sentimientos, situaciones, pérdidas, traumas, lo que sea: lo que no puede expresarse o concretarse termina siendo mediatizado por el cuerpo en forma de síntomas o enfermedades.

Por otro lado, luego de muchos intentos, logré comenzar a confiar en mi voz interna. Simplemente pregunto. Y me responde. Sea acerca de lo que le pasaba a papá, sea la respuesta a un paciente, sea lo que escribo, sea lo que es mejor para mí u otros… está siempre allí… guiándome… aún cuando no me responda… sé que está ahí y siempre estará… ¡Gracias, gracias, gracias!

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